Después de varios avisos en las semanas anteriores, esta noche el cantábrico ha devorado Donosti. En realidad, Donosti y unas cuantas ciudades del cantábrico. Ya habréis visto todos las fotos espectaculares, los vídeos, las imágenes de los destrozos… En la era del whatsapp, en cuestión de minutos se dispara la información con miles de fotógrafos casuales, algunos amparados por la fortuna, otros por el talento y la mayoría meros testigos accidentales sin mayor valor que su carácter testimonial. Que no es poco.
Se diría que las imágenes hablan por sí solas, pero acercarse a la zona cero te aporta un punto de vista que es muy difícil captar en las fotos, ni siquiera en los vídeos. Es algo relacionado más con la reacción de las personas, y con la percepción de excepcionalidad.
Caminas por la desembocadura del río y la gente se agolpa para coger buen sitio en las barandillas, esperando ver algo insólito, o sacar la foto impactante. Según te vas acercando al mar, observas los restos que aún no han recogido los atareados servicios de limpieza. Ves la calle convertida en una playa, los camiones trabajando, las cintas que te impiden el paso. Una ola golpea con fuerza, al principio del paseo nuevo, al fondo, suficientemente lejos para que la cantidad de agua que desborda en la calle no nos afecte lo más mínimo. Sin embargo se oye un aspaviento generalizado, con mucho de asombro sí, pero también parte de disimulado temor. Al oírlo, una madre le exclama a su hijo, con forzada alegría, que ha llegado otra ola. Lo hace así porque el niño ha identificado perfectamente el tono de alarma y puede asustarse. Al chaval, claro, se le alegra la cara al momento, porque su madre está tranquila.
A ver el espectáculo.
Racionalmente todos sabemos que estamos a salvo. Los precintos son extremadamente conservadores y la violencia del mar está en retroceso, pero nuestro instinto sabe que se acerca la pleamar, que las cosas no están en su sitio, y a nuestra experiencia le cuesta creer que las olas hayan llegado a romper los cristales del quinto puente del río. Nadie se asusta de verdad, pero en el ambiente se masca una tensión instalada en lo más hondo de nuestras directrices instintivas: temed a la naturaleza.
Observas desde la Zurriola -una carretera convertida en playa y restos- el oleaje que llega ininterrumpidamente, sin espacios calmados intermedios, que está tan alto que domina el espigón, riéndose de las hormigas que lo construyeron para intentar detener el mar. El espectáculo es bellísimo, hipnótico, completamente inusual. Pero su belleza no es solo estética, es la demostración de un poder descomunal, que esta noche ha movido rocas que pesan toneladas, ha destrozado muros y barandillas. Una foto lo puede explicar, pero estar allí oliendo el salitre agitado en el aire, oyendo el rugido inalterado del océano, pisando arena de playa donde antes había un jardín, rodeado de caos de tráfico, de guardias, de gente atónita; eso es una experiencia muy distinta. Puedes captar la excepcionalidad del suceso. Puedes ver que la gente camina por la carretera porque las leyes del tráfico hoy no valen, solo la ley de la naturaleza. Caminan desorientados, porque este caos no forma parte de la rutina, requiere pensar para el simple hecho de cruzar la calle. Cogen sitio para el espectáculo, como si vieran los fuegos artificiales, pero lo miran en silencio, comprendiendo y respetando la fuerza de los elementos y sintiéndose vulnerables, alegrándose al mismo tiempo de que todos estamos bien y solo han sido unos destrozos materiales.
A uno le hace sentir pequeño, y al mismo tiempo más unido a toda esa gente débil y diminuta, que comparte la misma vulnerabilidad y el mismo temor fascinado. Y esa es la diferencia entre unas fotos, unos vídeos o la experiencia real. Y ese salto, aparentemente insalvable, es el que en ocasiones consigue superar el arte.