El atlas de las nubes, una novela de David Mitchell.
En determinado momento de la novela, uno de los personajes asegura que todos los temas ya han sido inventados, y lo que cambia en el arte de la narración no es el qué, sino el cómo. El atlas de las nubes es una excelente muestra de este pensamiento tan posmodernista. El acento no está puesto tanto en lo que cuenta sino en cómo lo cuenta, y de paso, en el mensaje que transmite de fondo. De hecho, la historia está dividida en seis bloques relacionados sólo de una manera formal (exceptuando un único personaje de unión entre dos de ellas, Rufus Sixmith), y que no tienen un hilo narrativo común, aunque sí un mismo mensaje acerca de la naturaleza depredadora del ser humano.
Lo que hace diferente a la estructura de la novela, diferenciándola de una simple conjunción de relatos cortos inconexos, es su formato de muñecas rusas. La primera historia, cortada bruscamente, resulta ser un texto que lee uno de los personajes de la segunda historia, que a su vez es otro texto para alguien en la tercera. Así, hasta terminar en la sexta historia, la única ininterrumpida, que se cierra en el centro del libro. A partir de ahí, las historias abiertas se van cerrando en orden inverso. Este formato, es sólo una curiosidad, pero tiene algunas influencias sobre el contenido. En pequeña medida, influye con ciertas referencias intertextuales, entre la «realidad» de una historia y la «ficción» de otra, que en algunos casos amplia las miras del texto ficticio, llegando incluso a avanzar importantes giros de la trama. Estoy refiriéndome a las historias dentro de la historia, como «ficción», porque aunque en principio, en la novela, parten como reales, los propios personajes de las historias superiores, las toman como un elemento, si no siempre de ficción, al menos como documento de dudosa autenticidad. Esto crea cierta ambigüedad al lector, difuminando los conceptos de realidad y ficción, y sobre todo, restando absolutamente la importancia a esta cuestión.
Otra influencia, esta vez más llamativa, de esta estructura encadenada, es que todos los relatos, excepto el central, son necesariamente una narración registrada: un diario, unas cartas, una novela, una película y una grabación. Esto, obliga al autor a adoptar estilos narrativos muy distintos. Por otra parte, es llamativo que la acción se desarrolle en tiempos que abarcan desde mediados del XIX a un lejano futuro postapocalíptico. Mitchell se recrea así en su capacidad de tomar voces narradoras absolutamente distintas, -en el caso de las futuras, con una jerga inventada (inspirada en la novela Riddley Walker). Este despliegue estilístico es uno de los valores, a mi juicio, más interesantes de la novela, pues está realmente conseguido. Pareciera que estuviera escrito a varias manos por novelistas tan dispares como Aldous Huxley o Tom Sharpe.
Una de las conexiones entre las historias, más allá de sus estructura, es la mancha de nacimiento con forma de cometa que comparten todos los protagonistas y que el escritor admite que es una metáfora de la reencarnación, aunque no sea algo explícito en la trama. Pero la principal cohesión está en la idea que transmite. En todas las historias hay algún tipo de imposición u opresión. Esclavitud, diferencia de clases, centros para ancianos, poder… Mitchell nos muestra, en ocasiones de un modo cruel y descarnado, la injusticia de la actitud depredadora humana. Lo plantea a diferentes escalas: personas, grupos, entidades, sociedades. Es realmente este mensaje el que definitivamente aporta la unidad a la novela, pues emocionalmente resulta similar, a pesar de sus estilos opuestos, sus épocas y géneros tan diferenciados.
En definitiva, una novela muy recomendable, escrita con inteligencia y originalidad. Poco convencional. Eso sí, es difícil dar una respuesta a quien pregunta «¿Y de qué va?».